martes

Rutina.

Una mañana despejada, bastante soleada y calurosa para las fechas en las que estaba, entra en una cafetería céntrica de la ciudad con el único propósito de leer tranquilamente el periódico y tomar un café.

Se sienta justamente en la parte de la barra que hace esquina. Allí tenía mejor visión de la camarera con sus idas y venidas a la caja, de parte a parte.
Buenos días. – Dijo educadamente con voz profundamente vergonzosa. - ¿Un cortado con leche natural?
Enseguida. – Le dijo la camarera.
La muchacha pasaba rápidamente de una esquina a otra de la barra mientras asentía con su cabeza y contestaba mirando de reojo al cliente. Era una chica joven, morena, vestida con ropa informal que dejaba al descubierto un magnífico ombligo. Él hacía su pedido mientras sus ojos recorrían su mirada retraída y su ombligo.
Era la primera sensación de vida en la mañana.
Pasaron más de cinco minutos hasta que obtuvo su cortado, pero le daba igual porque se había deleitado con el trasiego de la muchacha con el ir y venir por la barra.
Aquí tiene. – Le dijo la camarera con una amplia sonrisa.
Gracias. – Respondió él agradeciendo más su tardanza que su efectividad.
Tenía el dinero preparado en un bolsillo de la chaqueta, pero prefería esperar a acabar para volverla a ver de nuevo tan de cerca.
Era como su última vez.
O como la primera.

Hacía apenas una hora que se había levantado. Hacía mucho tiempo que no se levantaba a esas horas. Normalmente se levantaba más pronto. Pero de repente había decidido levantarse más tarde y hacer un poco de vida. Vida social, así lo llamaba él. Vida de calle, vida normal. Vida de ir y venir. Tomar un café de vez en cuando fuera de casa. Salir de la rutina, o convertir esa escapada en una nueva rutina. Rutina. Todo se resumía en eso.
Maldita rutina.
La rutina había hecho que esa mañana decidiera levantarse más tarde, salir de casa, comprar el periódico, y leerlo en una cafetería.
Romper la rutina.

Era muy simple. Levantarse al primer toque del despertador, vestirse con el pantalón del pijama de hace años, una camiseta vieja, unas zapatillas de andar por casa que le había regalado su madre, y bajar a prepararse el café.
Mientras se calentaba la cafetera le daba tiempo a pasar por el baño y adecentarse un poco.
Pero hoy iba a ser especial.
Él lo había decidido. Pero no sabía que iba a ser más especial de lo que imaginaba.
Un cambio tan pequeño como la hora de levantarse era ya un logro en su vida. Salir de casa a los veinte minutos de levantarse era ya una odisea. Tomar un café en un sitio abarrotado de gente era ya impensable.

Salió de casa tras tomarse un café solo. Solo.
No lo tomaba con azúcar, pero no por eso era más solo.
La soledad le acompañaba durante toda su jornada. Durante su rutina.
Maldita rutina.
Lo tenía todo vagamente planeado. Era de esas personas que piensan que si planeas algo va a salir mal. Así que había planeado algo simple. Salir por la mañana, tomar un café en un sitio y leer el periódico. Simple.
Caminó durante unos diez minutos hasta el centro. Fue directo a un quiosco de prensa y compró el periódico que más le gustó. Al lado había una cafetería. Allí entró.
Se adentró medio cabizbajo entre la muchedumbre. Le daba respeto, pero se armó de valor y se dirigió a la parte que le parecía más perfecta para pasar un rato agradable.
Realmente era el único hueco que estaba vacío.
Luego, más tarde, dio gracias por ese hueco.

Aún tenía el formidable ombligo de la joven camarera en su mente pero tenía otras cosas que hacer. Tenía que cambiar algo en su vida. Tenía que tomarse ese cortado con leche natural y leer el periódico. Se obligó a evadirse de pensamientos lascivos y hundió su cabeza en los textos incomprensibles del periódico.
Se encendió un cigarrillo, y alternaba pequeñas caladas con pequeños sorbos del cortado. No tenía prisa. Así pasó más de veinte minutos hasta que se dio cuenta que el cortado estaba demasiado frío.
Debería haberlo pedido caliente. – Murmuró.
Lo acabó de un sorbo y levantó la vista buscando el ombligo de la camarera. No encontraba ese ombligo pero se dio cuenta que tenía una persona a su lado. Una persona que la espiaba.
Se sintió un poco intimidado en un principio, pero fue capaz de levantar un poco la cabeza para ver quién estaba observando sus movimientos. Lo hizo tímidamente.
Rápidamente volvió la cabeza hacía el periódico.
Era una mujer.
Unas eternas milésimas de segundos le dieron tiempo para reaccionar. Para decidir.
Volvió la cabeza hacia la mujer pero esta vez mirándola a los ojos mientras sostenía la página derecha del periódico medio levantada.
¿Le molesta si paso la página? – Le preguntó cortésmente.
No… No, tranquilo. – Le respondió ella mientras carraspeaba un poco.
En esas milésimas de segundo él se había dado cuenta que aquella mujer estaba leyendo su periódico por encima de su hombro. En esas milésimas de segundo había pensado muchas cosas. En esas milésimas de segundo el ombligo de la joven camarera estaba a su lado. Junto a él. Espiándole. Observándole.

No se preocupe, no tengo prisa. Puede leer el periódico. No me molesta. – Le respondió intentado quitar importancia al asunto con tono desinteresado.
No si solo releía un poco los titulares… – Le contestó ella con poco interés.
Eso parecía.
Él pasó a la página siguiente lentamente mientras seguía de reojo la mirada de su fortuita invitada.
¿Qué periódico lees? – Le preguntó de pronto.
¡Ésta no ha leído muchos periódicos! – Pensó en una fracción de segundo.
O… ¿no está leyendo el periódico? – Casi concluyó mentalmente.
No le salió ninguna palabra. Le señaló con el índice la parte superior izquierda del periódico donde ponía claramente de que periódico se trataba. Este instante le sirvió para coger fuerzas.
Si… Si, lo conozco. – Dijo ella un poco avergonzada.
Si… Es el más a la izquierda leible que hay a la venta. No es tan de izquierdas como a mi me gustaría, pero no está mal del todo. – Se atrevió a decirle.
Un “ajá” es lo único que fue capaz de contestar ella.
Él creyó que sus inclinaciones políticas la habían asustado al ver su pobre reacción. Tampoco pasaba nada. No había planeado nada. Todo lo que se saliera del plan tan simple que había trazado resultaba perfecto, tremendamente perfecto.

Pasaron unos segundos hasta que él respiró hondo como si fuera a zambullirse para conseguir algún tipo de record mundial. Era un record para él el tener una conversación con una extraña. Aunque fuera tan banal como esta.
Si quieres… – Tomándose las mismas confianzas que ella había tomado anteriormente.
Si quieres podemos pedir otro café y sentarnos a leer el periódico juntos. O lo que quieras. – Terminó ya tímidamente.
No quiero molestarte. – Le contestó ella muy amablemente.
Ya estaba todo apostado. Ya se había decidido sin decidir nada. Solo le había hecho falta una bocanada de aire para decir aquellas palabras que le parecieron mágicas.
No, no es molestia. Ya te he dicho que no tengo prisa. – Dijo, intentando parecer un poco desinteresado.
Él sentía un temblor que le recorría todo el cuerpo. Era todo un logro decirle eso a una mujer. Pero había fluido. Ese es el secreto. Dejar fluir. No hay que buscar, ni planear, ni esperar.
Tan solo fluye sin más.

¿Nos sentamos allí? – Le preguntó ella mientras señalaba una mesa vacía al lado de una ventana que daba a una de las calles principales.
Me… me parece perfecto. – Tartamudeó mientras recogía el periódico y el paquete de tabaco.
¿Qué vas a tomar? – Le preguntó a su invitada.
Un cortado con la leche natural. – Le respondió ella mientras se acomodaba en el asiento.
Perfecto… - Pensó él sin poder esconder una sonrisa mientras asentía levemente con la cabeza.
Dejó el periódico en la mesa y el paquete de tabaco junto a el. Cubrió una silla con su chaqueta y se dirigió hacía la barra a pedir, esta vez, dos cortados con leche natural.
No tuvo que esperar ni dos segundos para que la camarera se le acercara a ver que quería. El le miraba ese ombligo que le parecía tan espectacular y le costó levantar su mirada hacía sus ojos para hablarle.
La joven camarera se le acercaba sonriendo más porque sabía que su ombligo era fenómeno de culto que por su simpatía.
¿Qué desea ahora? – Le dijo la camarera.
Él no pudo esconder un pequeño resoplido mientras recorría la mirada desde su ombligo hasta sus ojos.
¿Qué deseo? – Pensó…
Dos cortados con leche natural, y toma, cóbrate los tres. – Vamos a pasar de ese ombligo.
Última mirada a esa maravilla mientras busca en la cartera.
Yo se los llevo. – Le dijo la camarera guiñándole un ojo.
Él describió como respuesta la sonrisa más tonta que se puede dar.
Gracias. – Le dijo mientas se daba la vuelta intentando aparentar tranquilidad y apretando los papelitos que le sobresalían de la cartera.

Se sentó justo al lado de su invitada de lectura. Uno al lado del otro compartiendo una mesa montada para seis personas. Tenían que tener espacio para compartir el periódico.
Ella le había hecho una seña para que lo hiciera así.
La chaqueta la había colgado en el lado contrario. Quedaba frente a ellos.
Al momento de sentarse llegaba la camarera con los dos cortados.
Le pilló desprevenido. En esos momentos estaba descubriendo a la mujer que tenía a su derecha.
Gracias. – Dijo ella.
La joven camarera le dedicó una mirada a su acompañante como si evaluara de alguna manera aquella compañía mientras los dejaba encima de la mesa. ¿La nota? No creo que hubiera. Ella necesitaba que él le dedicara otra mirada a su maravilloso ombligo.
Se retiró visiblemente defraudada. No es que él le gustara. Pero a ella le gustaba que la admiraran.

Todo plan es simple.
Hasta que se complica.

Espero que no te haya molestado que te dijera que soy de izquierdas.
No, claro que no. No me ha molestado nada. – Le dijo en tono tranquilizador.
Nada… resonaba como un eco en su cabeza. No le ha molestado nada.
Bueno, es que tampoco sabía que decirte. – Le dijo con una sonrisa nerviosa.
Ella le sonrió y se quedó mirándole durante un segundo mientras se acariciaba suavemente el cabello y ladeaba su cabeza.
El aprovechó ese segundo para observarla. Para ver si había algo que realmente podía atraerle.
Realmente le atraía.

Ahora, que la tenía al lado, cara a cara, no podía apartar sus ojos de los de ella. Tenía unos ojos marrones, nada especiales, pero las pequeñas bolsas debajo de los ojos los hacían muy atractivos. No eran unas ojeras de cansancio. Eran ese tipo de bolsas carnosas, lo suficientemente perceptibles que tienen pocas mujeres. Esas que hacen que una mirada sea especial sin que los ojos tengan un color exótico o fuera de lo común. Su sonrisa era maravillosa. Dejaba ver un poco los dientes. Perfectos. Pero mejor aún eran ese par de hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
No era una mujer preciosa. Pero tenía ese toque que la hacía atractiva. Especial.
Su cabello castaño oscuro un poco ondulado lo llevaba recogido torpemente a modo de coleta. Dejaba escapar varios mechones de cabello que parecía caer estratégicamente en el sitio oportuno para dotar a su rostro de una expresión cautivadora.

Estaba demasiado cerca para fijarse en mucho más.

La verdad es que no leo muchos periódicos… - Dijo ella como susurrando disculpándose.
No, si yo tampoco. – Dijo él rápidamente.
Bueno, solo este… – Añadió para no parecer un lector ocasional y sonriendo porque esto mismo le parecía una respuesta tonta.
Si, si este… – Intentó decir ella.
No te preocupes, si no vamos a ganar ningún premio. – Interrumpió él para que no se sintiera inferior. No era lo que él quería.
Ella volvió a sonreir, pero más presa por la vergüenza que por otra cosa.
Mira, cerramos el periódico y lo usamos como excusa para charlar un rato, ¿vale? – Dijo él con ánimo de que no se sintiera incómoda.
Yo no soy ningún literato, ni licenciado, ni nada de eso, solo que de vez en cuando leo el periódico… Digamos que soy un lector ocasional. – Añadió inmediatamente.
No, si yo también leo a veces… - Intentó decir.
¿En que trabajas? – Le preguntó él dando un giro a la conversación. Ya había visto que se sentía un poco incomoda. Debía encontrar otro camino. Otra conversación. Algo que no hiciera que se sintiese mal.
Era buen anfitrión.
¿En qué?... Bueno, es que realmente ahora no estoy trabajando. – Dijo ella ya visiblemente incómoda.
Yo tampoco. Pero no porque no tenga… bueno, es complicado…. – Le respondió el intentando quitar importancia a la respuesta de los dos.
¿Complicado? ¿En qué sentido? – Le preguntó ya con más interés.
Puf… - Resopló él.
Se tomó dos segundos para responder. No era demasiado complicado, pero no sabía como manejar aquella situación.
Bueno… complicado en si, no… es más que me complico yo. A ver… Mi trabajo digamos que es muy cerebral, y si no estás al cien por cien pues no sale como debería salir. No es que sea un fuera de serie, pero para las memeces que hago pues se deben hacer bien. – Intentó explicar.
¿Y qué es tan cerebral? – Preguntó ella con mucho interés.
Él volvió a resoplar y soltó media carcajada.
No soy físico nuclear ni nada de eso. – Le contestó entre risas.
Ella le respondió con una amplia sonrisa.

Se había relajado ya. Había apoyado la cabeza sobre su mano derecha intentando mantener el interés con su interlocutor sin apartar la vista de él. Estaba a gusto. Los hoyuelos de sus mejillas se acrecentaban, y sus ojos parecían brillar. Definitivamente estaba pasando un momento agradable.

Una suave música acompañaba su charla. Estuvieron hablando durante más de una hora. El cortado con leche natural se volvió otra vez en una bebida fría. Ella pensó lo mismo. Podrían pedir otro, pero que más daba. Lo importante no era la bebida. Lo importante era la compañía.

Se hacía tarde y debía despedirse. Ella parecía que tenía prisa.

¿Vienes todos los días a leer el periódico? – Le preguntó ella mientras se levantaba lentamente, sin ganas.
Bueno, a partir de ahora creo que lo leeré todos los días aquí. – Le respondió el mientras sonreía.
Él espero un momento a que ella se levantara. No había tenido tiempo de verla realmente.
Quería que su mirada la disfrutara.
Ella se dió cuenta, pero no tuvo prisa en ponerse la chaqueta. Le dejó que recorriera todo su cuerpo con su mirada. Él descubrió en ese momento las curvas que había tenido justamente al lado durante más de una hora. Sabía que ella se había dado cuenta. A ninguno de los dos les importaba.

Cuando él creyó que estaba satisfecho se levantó sin prisa, y le dejó a ella el mismo tiempo para que lo observara. El mismo que ella le había regalado.

Hasta luego. – Le dijeron los dos casi al mismo tiempo a la joven camarera antes de salir por la puerta.
Hasta mañana. – Les contestó la joven sonriendo lascivamente.
Hasta mañana… – Le dijo él a su acompañante al cerrar la puerta.
Hasta mañana. – Le respondió ella aprobando la invitación.

Cada uno tomó un camino distinto.
Cada uno volvió a su rutina. Pero esta vez la rutina era otra. Ahora la rutina era verse todos los días. Tomar un cortado con leche natural. Leer el periódico. Charlar. Conocerse…
Maldita rutina.

La chica del tren

Me senté en el segundo vagón, después de la segunda puerta, en uno de los tres asientos paralelos a las ventanas y en frente mío, sentada de lado, la vi por primera vez en mi vida.

No me atrajo en el primer momento. No era especialmente guapa. No podía apreciar ninguna curva de su cuerpo. Pero me fijé en ella unos segundos mientras me ajustaba los auriculares para escuchar la radio y pasar así los 30 minutos más soporíferos del día.
Se cerraron las puertas de los vagones y en unos momentos el tren empezaba a avanzar. En unos instantes, al pasar por debajo del entramado eléctrico, los auriculares empezaron a carraspear. Se oía parte de una emisora solapada con otros cientos. No pude reprimir una queja en voz baja, un murmuro. Siempre pasaba igual. Me di cuenta que, posiblemente, el murmuro había sido más fuerte y levante la cabeza. La vi otra vez.
Ahora la veía distinta. Su sonrisa me cautivaba. Iba sola, con dos señoras mayores sentadas delante suya que iban hablando. Eran dos señoras muy pintorescas. Muy modernas y coquetas para su edad. Entonces me miró. Su mirada y la mía se cruzaron por un eterno instante. No sonreía por lo que hablaban las mujeres sino de mi queja murmurada.
No creí que se burlara de mí. No. Su sonrisa era más de felicidad. Una felicidad contagiosa. El instante duraba demasiado y decidí apartar la vista. Pensé muchas cosas, demasiadas, demasiadas para los pocos segundos que pude aguantar sin ver ese rostro tan angelical y levanté de nuevo la cabeza. Ella seguía con la misma expresión. La mejor que he visto en mi vida. Ni el mejor pintor sería capaz de retratar ese momento.
Era preciosa.
Llevaba una coleta que acomodaba en la parte superior del respaldo del incómodo asiento del tren de cercanías. Amortiguaba su aplastamiento con una leve curvatura de su cuello. Llevaba un jersey de cuello de cisne, pero el pelo recogido dejaba ver la forma de su cuello. El recogido dejaba suelto el mechón que tapaba un diminuto pendiente.
Intentó acomodarse en su asiento. En ese rápido pero elegante movimiento recorrí con la mirada su espalda, su cintura y descubrí sus manos, de las más bonitas que había visto hasta ahora.
La curva que describían sus piernas terminaban en unas botas de tacón mediano. El empeine que quedaba al descubierto me fascinó. Tenía las piernas cruzadas.
Se volvió y me miró de nuevo, con la misma expresión de felicidad que tenía antes.
La ví más hermosa que hacía unos minutos.
Tenía un rostro ovalado. Unas cejas estrechas que le recorrían el camino justo para ser perfectas. Unos ojos marrones llenos de vida con un blanco profundo. Una sonrisa…
Agaché la cabeza de nuevo.
Una de las señoras ya había bajado. Ahora solo tenía delante a una persona. No hablaban. La señora miraba al horizonte oscuro por la ventanilla. Ella tenía la misma mirada, la misma sonrisa. Su aparente felicidad se me contagió.
Oí de nuevo un carraspeo en los auriculares. No había sintonizado nada. No había hecho ningún cambio. Habían pasado más de diez minutos de viaje con interferencias y no me había dado cuenta. Apagué la radio pero no me quité los auriculares. Quería observar más y sabía que no iba a hacer caso a la radio. Sin embargo, me sentía más seguro con los auriculares puestos.
Pasé el resto del viaje con los auriculares puestos hasta que faltaba un minuto para bajar. Entonces me puse a guardar la radio. Ella bajaba en el mismo sitio. Bajaba conmigo. Creo que me alteré un poco interiormente.

Esperé a que ella se levantara primero. La observé disimuladamente como se ponía la chaqueta. Me parecía aún más preciosa. Su cuerpo me parecía divino. Cuando se ajustaba el cuello de la chaqueta giró levemente su cabeza hacia donde estaba yo. Conservaba la misma expresión. Era como un sueño. Una musa.
Bajamos del tren juntos, pero no cruzamos ni miradas ni palabra. Yo empecé a andar. Me paré un momento para encender un cigarrillo. Y volví a andar. A los pocos metros me oí unos pasos. Alguien se acercaba bastante rápido. Me giré para apartarme y dejarle pasar. Era un hombre. Volví la vista adelante, pero me gire de nuevo rápidamente. Ella venía detrás.

Cada vez oía el sonido de sus tacones más lejos así que reducí poco a poco el paso hasta que su sonido se asemejaba al mio. Diez metros, veinte, me hace falta un poco más para pararme, esperarla, y decirle algo. ¿Qué le digo?
Sigo caminando.
Casi no la oigo.
Frenó más mi paso y me giro. Si que viene detrás pero va con un paso más lento. Ella me ve que me giro, pero no parece asustada. Sigue con la misma cara angelical, pero parece más metida en sus cosas.
Sigo caminando.
Ya no la oigo. Había desaparecido. Me paré un momento y escudriñé hasta el fondo de la calle.
Nada.

El resto de camino a casa lo pasé pensado y, sobretodo, maldiciéndome por no haberle dicho algo. Luego lo pensé mejor. Es una chica preciosa pero coincidir en un vagón no significa nada. ¿O si? Y si no significa nada porque me ha parecido tan fantástico el encuentro. Encuentro.

Tengo ganas de verla de nuevo. Tengo ganas de que sea jueves para coincidir con ella. Es lo único que tenía en mi mente.
Todo esto me hizo reflexionar.

Una mujer que no conozco de nada, con la que solo he coincidido una vez, me crea una necesidad poderosa de volverla a ver y todo eso sin entablar una conversación. Las otras mujeres se han desvanecido de mi mente. Ya no están en mi cabeza. No me apasionan… No necesito hablar con ellas. Tendré que dejarlo.

Es martes por la noche y cojo el mismo tren que el jueves pasado. ¿La veré?
No se porqué viene en el mismo tren que yo. No se si lo coge todos los días. No se si solo lo cogió esa vez. Esta última opción es imposible para mí. Ella debe coger el mismo tren que yo, y debe ser jueves.
Se está convirtiendo en una obsesión. ¿O es otra cosa?
Solo quiero verla y que me contagie la felicidad que fue capaz de trasmitirme con su sonrisa.

Jueves. Recorro el tren desde el primer vagón hasta el final del segundo y no la veo. Se me derrumban todas las ideas. Ya no hay estrategia. Ya no existe posibilidad.

Paso treinta minutos de suplicio de viaje entre las interferencias y carraspeos de mi radio. Llego a mi destino y bajo del tren. Misma rutina de siempre. Bajo del tren hacia las escaleras. Me paro nada más bajarlas y me enciendo un cigarrillo. Empiezo a caminar, pero esta vez despacio. Pensando en esa chica que el jueves pasado me hizo tan feliz con solo verla. Me digo a mi mismo, recuérdala y serás feliz, aunque sea por unos minutos.
Oigo pasos tras de mi.
Me giro y descubro incrédulo su figura. ¿Qué ha fallado? He recorrido los dos primeros vagones.
Estaba oscuro. No le veía la cara. Esta vez llevaba el pelo suelto. Lo veía a trasluz. Pero era ella. Sus pasos la delataban. Es ella sin ninguna duda.
Me di cuenta demasiado tarde que venía detrás y desapareció.

El jueves que viene es el último día que cogeré ese tren.
Espero verla.

Unos días después de verla por primera vez, se lo conté a un amigo. Le describí detalladamente todo lo que me hizo sentir. Me preguntó como iba vestida. De negro, le dije. Jersey negro, de punto, pantalón vaquero ajustado azul oscuro, botas altas negras por dentro del pantalón. Se quedó un momento pensando y empezó a contarme una anécdota que le pasó hace años, cuando trabajaba en unos grandes almacenes.

Había un joven administrativa que era muy hermosa. Su cuerpo era espectacular. Una vez, iba vestida de negro y estando con ella, pasó un compañero de trabajo y le dijo “¿quien se ha muerto en el cielo para que un ángel vista de negro?”.
A mi amigo le pareció el mejor cumplido que había escuchado jamás. Sintió celos de aquel hombre. ¿Cómo se le pudo ocurrir aquello? Él era incapaz de pensar nada así.
Mi amigo es de esa gente que piensa todo mil veces. Intenta ver cualquier cosa desde distintas perspectivas, y la mayoría de las veces se preocupa demasiado de las consecuencias que pueden tener esa diversidad de caminos. Muchas veces equivoca el significado de algo simple porque le busca las razones menos obvias. Le encanta pensar, lo necesita, sin embargo no fue capaz de pensar un cumplido como el de aquel hombre.
Ha estado esperando la ocasión durante mucho tiempo para decírselo a otra mujer, pero ahora no tiene ningún interés en las mujeres. Está aún dolido del final de su última relación. Es una magnífica persona.
Me brindó la oportunidad de usar su cumplido.

Después de contarme la historia de la administrativa me pasó igual que a él. Quería ver a esa mujer del tren de nuevo. Quería hacer mío ese cumplido. Quería regalárselo a ella.

Cuando la ví por segunda vez, caminado entre la oscuridad, me pareció que iba vestida perfectamente para lanzarle aquella maravillosa frase. Cuando se me acabó el tiempo me recriminé interiormente, había perdido la oportunidad de decírselo. No puedes esperar eternamente a que vaya vestida de negro. Y si lo va, no vas a ser capaz de decirle nada, me dije.

No tengo nada que perder. Pero, ¿por qué es tan difícil decirle algo a una mujer que realmente te interesa? Pierdes la vergüenza si la mujer es una amiga, familia, o si simplemente no te interesa. Pero si existe una mínima posibilidad en tu interior de que haya algo por tu parte, la muralla de la vergüenza es colosalmente alta. No hay nada malo en decirle a una mujer, eres preciosa, se que yo no, no soy el hombre más apuesto del mundo, pero tengo que decirte que me pareces preciosa, se necesita por encima de todo. Da igual que esa persona tenga pareja o no. Que seas su modelo de hombre o no. Es una necesidad como el respirar. Creo que todas las personas deberíamos recibir esos regalos porque nos harían tremendamente felices.

El jueves que viene es el último día que cogeré ese tren.
Espero hablarle.

Lo fluidos.

Costaba acostumbrase.
Pocas veces tenía la ocasión de estar con una compañía tan agradable como con la que ahora disfrutaba. Y aunque se sentía desplazado por el tema, intentaba no perder el hilo de la conversación. La mayoría de las veces no sabía de lo que estaban hablando. Y para no parecer un imbécil, mejor callaba, pero el asentir de vez en cuando le delataba.
No sabía de lo que estaban hablando.
No le interesaba.

El último libro de un cocinero de palabras mágicas aderezado con zumo de cebada fermentada, nicotina, palabras rebuscadas y alguna sonrisa de ser supremo entre frase y frase de un te acuerdas cuando... No conozco a ese tío.

Podía ver entre el cabello el lóbulo de su oreja, en la penumbra, y solo imaginaba si al acercarse a el y susurrar, haría algún efecto mágico. Se imaginaba escuchando las olas del mar si pegaba su oído al suyo como a una caracola. El mar. La marea. Arrastra hacía su interior lo que está en la orilla y expulsa a la arena inerte lo que ya está en él muerto. Se dejaba llevar por las olas donde le llevarían hacía dentro... Donde no se hace pie y hundirse. Ya lo expulsaría cuando estuviera muerto.

Despierta.

La conversación se había parado. Su estado de trance imaginario le había hecho más perceptible que su intento por seguir las palabras que cada uno decía en un idioma totalmente diferente al suyo.

Vamos al baño un momento, ¿vigilas las cosas?
La sonrisa con la que dijo esas palabras le atravesaron el orgullo pero aceptó.

Aún no se habían levantado cuando él ya estaba pensando en el mar, las olas, la marea... Pasó velozmente del lóbulo a la mejilla. La arena quemaba por el calor del sol. Rozó la arena. Ardía. Buscaba un sitio donde descansar. Quería besarla. Pero ella no estaba.

Abrió los ojos y vió el vaso de donde ella bebía y acercó la mano lentamente. Miraba hacía la puerta. No vienen. Entre giro y giro de cabeza se hizo con el. Lo cogió con las dos manos y miró su contenido. Se lo acercó al pecho sin apartar la vista de aquel fluido del interior. Había marea. El oleaje era fuerte. La espuma saltaba por el muelle circular. Lo levantó poco a poco y bebió un sorbo. Pequeño. No quería delatarse. Estaba saboreando el mar, su espuma y sus labios.

Bajó torpemente el vaso y lo dejó donde estaba.

Miró de nuevo hacia la puerta y no venían aún. Mejor. Mientras él se había bañado en el mar ellos estaban haciendo puntería con sus fluidos en un retrete lleno de más fluidos de más gente tan desgraciados como ellos porque no sabían lo que era bañarse en el mar.

¿Despierta?, eso le habían dicho. Ahora había despertado. Cambió los vasos de los otros contertulios del programa sobre el chef de moda y mientras miraba de reojo la puerta, puso a cada uno el vaso del otro. Casi se muere de ganas de escupir dentro, pero se conformó pasando el dedo por el borde de los vasos imaginando que vertía en ellos una pócima letal.

Oyó pasos.
¿Ya has despertado?

Debería haber escupido. Pero entonces los fluidos se habrían movido hacia ellos también, y con el mar, la espuma de las olas y sus labios…

Amy Winehouse

Estaba escuchando a Amy Winehouse, el cd llamado Frank, y me decía a mi mismo lo gilipollas que puedo llegar a ser.

Otra vez, como otras muchas y otras que están por llegar, me quedaba un desasosiego por no decir lo que tengo que decir en el momento que se tiene que decir. Y así pasa todo el fin de semana. Ser respetuoso me es contraproducente. Bueno, más bien es cobardía.

Me enteré hace poco que Amy Winehouse era heroinómana. Lo leí en un artículo de opinión de los que tanto me gusta no leer de un periódico de esos de pega que dan por la calle. Decía solo eso, que estaba enganchada al jaco, del resto no me acuerdo, pero no era un artículo de la vocalista, solo la nombraban. Aún así me gusta.
Una sola frase puede hacerte pensar todo un fin de semana o hasta el fin de los días.
Era heroinómana. Es lo único que recuerdo del artículo.

Dame tu teléfono. Una frase que me destroza y explota la cabeza. Si la hubiera dicho... Estaría casi igual. Yo.

Cuando escucho a Amy Winehouse, el cd de Frank, pienso el porque puso ese nombre al disco. Debe ponerse nombre a todo. Pero, ¿por qué Frank? Seguro que se explica en alguna canción, pero prefiero imaginarme los motivos.

Mis dolores de cabeza también tienen nombre propio, pero no siempre es así. No se nunca el nombre de la persona que en ese momento está en mi mente. Le imagino un nombre, una voz, una manera de ser. Luego viene el desengaño.

Espero que un día escuchemos juntos a Amy.

No es la primera vez que me pasa. Claro que no. Llevo mucho tiempo imaginando más que ejerciendo. Es una barrera infranqueable para mi. Me parece una perdida de tiempo el hacer el baile ritual de apareamiento. Pero siempre acabo pensando que es necesario. Hace un tiempo, este verano pasado, estaba con un amigo en un disco-pub de estos de mi zona, y había un chico vestido con una especie de bermudas pegadas, chanclas, camiseta ceñida y una gorra como de explorador con las alas hacia arriba. Popeye le llamamos. Estuvo toda la noche haciendo el ritual a una chica. La chica no le hacia ni caso y nosotros nos reíamos de ello. Acabó con ella, primero hablando, luego otro baile, luego un poco más de conversación para sordos gesticulada con una coreografía digna de estudio en la semioscuridad, y luego unos cuantos besos. Volvimos al fin de semana siguiente para ver a Popeye. Seguía con ella. Mi amigo lo menospreciaba pero yo casi lo idolatraba. A mi eso tampoco me gusta, pero es que yo no soy capaz de hacer nada de eso, sin embargo, mi amigo, decía que eso era fácil. Camelarte a una tía es fácil, solo tienes que saber que es lo que le gusta, eso me dijo.
Como si eso fuera fácil.

La verdad, a mi me da igual que es lo que le guste a una chica o no, y le guste lo que le guste, si no le gusta lo que tiene delante, no voy a hacer el teatro para gustarle. Como se dice normalmente, cada uno es como es, y así es. La mentira más grande es hacer creer a una persona como no eres. ¿Cuánto tiempo lo vas a soportar?
Vivir en la mentira me parece el fracaso más grande que puede tener un ser humano. Y mentir a la persona que pretendes que te quiera es el peor pecado que puedes cometer.

Creo que fue en ese mismo periodo cuando una vez fuimos al mismo local y habían unas chicas delante nuestro y una no me quitaba ojo de encima, eso decía mi amigo porque le interesaba otra del grupito, y él me dijo que le diera bola. ¿Para qué? ¿Tu crees que yo voy a venir aquí todas las semanas para estar con esta tía?
Es verdad, me dijo. Entonces, ¿para qué vienes aquí?
Amigo mío, he venido a acompañarte a comprar tabaco.
Lo que veo no me interesa. No me gusta nada de lo que encuentro cuando salgo por mi barrio. Es todo superficial. Todo apariencia. Todo ceñido. Todo una marca. Todo marcado.
Aparentar al fin y al cabo.

Amy no es guapa, no tiene un cuerpo que me guste, ni una voz especialmente sensual, pero me gusta. Me gusta su música. En los vídeos que he visto se le ve desinteresada, distante, canta con una cierta naturalidad. Pero todo es perfecto.

En mi mente tengo otra imagen, ella es preciosa, inteligente... Una voz más grave que la normal en una mujer y... habla suavemente, como un bajo de R&B.

Me gustaría preguntarle más cosas sobre ella porque ardo en deseos de conocerla más y el poco tiempo que consigo coincidir con ella a solas se me hace ridículamente corto.
Necesito pasar más tiempo con ella.
Vuelvo a casa y solo me puedo escuchar la pista 03 de Frank.
Me moriría de vergüenza si lee esto alguna vez.
Qué más da... Siempre puedo decir que hablo de Amy.

¿Por qué Frank?
Lo que habrá pensado Amy con Frank para dedicarle el nombre de todo un disco. Si la cobardía de la vergüenza no me absorviera esto no se llamaría Amy Winehouse.

Desde tu ventana.

Te he estado observando mientras te duchabas. Tu me has dado permiso.

Una cortinilla de plástico dejaba ver borrosamente tu figura, pero dejaba ver tus pies, tus hombros, tu cuello, tu rostro…

Te he visto un poco preocupada. Pensativa. Cuando has apoyado las manos en la pared para sumergirte bajo el chorro de agua me has conmovido. Movías la cabeza con giros suaves y dejabas deslizar el agua medio enjabonada por la nuca. Seguía los borbotones de espuma a través de la cortinilla y veía como se deslizaban entre los dedos de tus pies. Estirabas y contraías los dedos como si fuese un ejercicio de relajación. Las venas y tendones se te marcaban. He oído un chasquido y he recorrido rápidamente la mirada por tu cuerpo hasta llegar a las manos. Aún las apoyabas a la pared, pero con más fuerza. Has abierto los dedos, los has estirado hasta que te has apoyado solamente con las palmas de tus manos. Has dejado caer tu cuerpo contra la pared lentamente hasta que tus pechos la han rozado. He visto que un escalofrío recorría tu cuerpo. He visto que tu piel se sorprendía.

El agua azotaba tu nuca y recorría velozmente tu espalda desperdigándose por todo tu cuerpo, rodeándolo, humedeciéndolo hasta acabar desapareciendo por ese maldito agujero que hace desaparecer la suciedad más natural de tu ser.

Te has girado con temor. El pelo no te dejaba ver muy bien, yo tampoco te veía casi el rostro. Me has buscado por el baño pero yo no estaba. La ventana está muy alta.


Tienes…