Me senté en el segundo vagón, después de la segunda puerta, en uno de los tres asientos paralelos a las ventanas y en frente mío, sentada de lado, la vi por primera vez en mi vida.
Se cerraron las puertas de los vagones y en unos momentos el tren empezaba a avanzar. En unos instantes, al pasar por debajo del entramado eléctrico, los auriculares empezaron a carraspear. Se oía parte de una emisora solapada con otros cientos. No pude reprimir una queja en voz baja, un murmuro. Siempre pasaba igual. Me di cuenta que, posiblemente, el murmuro había sido más fuerte y levante la cabeza. La vi otra vez.
Ahora la veía distinta. Su sonrisa me cautivaba. Iba sola, con dos señoras mayores sentadas delante suya que iban hablando. Eran dos señoras muy pintorescas. Muy modernas y coquetas para su edad. Entonces me miró. Su mirada y la mía se cruzaron por un eterno instante. No sonreía por lo que hablaban las mujeres sino de mi queja murmurada.
No creí que se burlara de mí. No. Su sonrisa era más de felicidad. Una felicidad contagiosa. El instante duraba demasiado y decidí apartar la vista. Pensé muchas cosas, demasiadas, demasiadas para los pocos segundos que pude aguantar sin ver ese rostro tan angelical y levanté de nuevo la cabeza. Ella seguía con la misma expresión. La mejor que he visto en mi vida. Ni el mejor pintor sería capaz de retratar ese momento.
Era preciosa.
Llevaba una coleta que acomodaba en la parte superior del respaldo del incómodo asiento del tren de cercanías. Amortiguaba su aplastamiento con una leve curvatura de su cuello. Llevaba un jersey de cuello de cisne, pero el pelo recogido dejaba ver la forma de su cuello. El recogido dejaba suelto el mechón que tapaba un diminuto pendiente.
Intentó acomodarse en su asiento. En ese rápido pero elegante movimiento recorrí con la mirada su espalda, su cintura y descubrí sus manos, de las más bonitas que había visto hasta ahora.
La curva que describían sus piernas terminaban en unas botas de tacón mediano. El empeine que quedaba al descubierto me fascinó. Tenía las piernas cruzadas.
Se volvió y me miró de nuevo, con la misma expresión de felicidad que tenía antes.
La ví más hermosa que hacía unos minutos.
Tenía un rostro ovalado. Unas cejas estrechas que le recorrían el camino justo para ser perfectas. Unos ojos marrones llenos de vida con un blanco profundo. Una sonrisa…
Agaché la cabeza de nuevo.
Una de las señoras ya había bajado. Ahora solo tenía delante a una persona. No hablaban. La señora miraba al horizonte oscuro por la ventanilla. Ella tenía la misma mirada, la misma sonrisa. Su aparente felicidad se me contagió.
Oí de nuevo un carraspeo en los auriculares. No había sintonizado nada. No había hecho ningún cambio. Habían pasado más de diez minutos de viaje con interferencias y no me había dado cuenta. Apagué la radio pero no me quité los auriculares. Quería observar más y sabía que no iba a hacer caso a la radio. Sin embargo, me sentía más seguro con los auriculares puestos.
Esperé a que ella se levantara primero. La observé disimuladamente como se ponía la chaqueta. Me parecía aún más preciosa. Su cuerpo me parecía divino. Cuando se ajustaba el cuello de la chaqueta giró levemente su cabeza hacia donde estaba yo. Conservaba la misma expresión. Era como un sueño. Una musa.
Sigo caminando.
Casi no la oigo.
Frenó más mi paso y me giro. Si que viene detrás pero va con un paso más lento. Ella me ve que me giro, pero no parece asustada. Sigue con la misma cara angelical, pero parece más metida en sus cosas.
Sigo caminando.
Ya no la oigo. Había desaparecido. Me paré un momento y escudriñé hasta el fondo de la calle.
Nada.
Tengo ganas de verla de nuevo. Tengo ganas de que sea jueves para coincidir con ella. Es lo único que tenía en mi mente.
Todo esto me hizo reflexionar.
Una mujer que no conozco de nada, con la que solo he coincidido una vez, me crea una necesidad poderosa de volverla a ver y todo eso sin entablar una conversación. Las otras mujeres se han desvanecido de mi mente. Ya no están en mi cabeza. No me apasionan… No necesito hablar con ellas. Tendré que dejarlo.
Es martes por la noche y cojo el mismo tren que el jueves pasado. ¿La veré?
No se porqué viene en el mismo tren que yo. No se si lo coge todos los días. No se si solo lo cogió esa vez. Esta última opción es imposible para mí. Ella debe coger el mismo tren que yo, y debe ser jueves.
Se está convirtiendo en una obsesión. ¿O es otra cosa?
Solo quiero verla y que me contagie la felicidad que fue capaz de trasmitirme con su sonrisa.
Jueves. Recorro el tren desde el primer vagón hasta el final del segundo y no la veo. Se me derrumban todas las ideas. Ya no hay estrategia. Ya no existe posibilidad.
Oigo pasos tras de mi.
Me giro y descubro incrédulo su figura. ¿Qué ha fallado? He recorrido los dos primeros vagones.
Estaba oscuro. No le veía la cara. Esta vez llevaba el pelo suelto. Lo veía a trasluz. Pero era ella. Sus pasos la delataban. Es ella sin ninguna duda.
Me di cuenta demasiado tarde que venía detrás y desapareció.
El jueves que viene es el último día que cogeré ese tren.
Espero verla.
Había un joven administrativa que era muy hermosa. Su cuerpo era espectacular. Una vez, iba vestida de negro y estando con ella, pasó un compañero de trabajo y le dijo “¿quien se ha muerto en el cielo para que un ángel vista de negro?”.
A mi amigo le pareció el mejor cumplido que había escuchado jamás. Sintió celos de aquel hombre. ¿Cómo se le pudo ocurrir aquello? Él era incapaz de pensar nada así.
Mi amigo es de esa gente que piensa todo mil veces. Intenta ver cualquier cosa desde distintas perspectivas, y la mayoría de las veces se preocupa demasiado de las consecuencias que pueden tener esa diversidad de caminos. Muchas veces equivoca el significado de algo simple porque le busca las razones menos obvias. Le encanta pensar, lo necesita, sin embargo no fue capaz de pensar un cumplido como el de aquel hombre.
Ha estado esperando la ocasión durante mucho tiempo para decírselo a otra mujer, pero ahora no tiene ningún interés en las mujeres. Está aún dolido del final de su última relación. Es una magnífica persona.
Me brindó la oportunidad de usar su cumplido.
Después de contarme la historia de la administrativa me pasó igual que a él. Quería ver a esa mujer del tren de nuevo. Quería hacer mío ese cumplido. Quería regalárselo a ella.
Cuando la ví por segunda vez, caminado entre la oscuridad, me pareció que iba vestida perfectamente para lanzarle aquella maravillosa frase. Cuando se me acabó el tiempo me recriminé interiormente, había perdido la oportunidad de decírselo. No puedes esperar eternamente a que vaya vestida de negro. Y si lo va, no vas a ser capaz de decirle nada, me dije.
No tengo nada que perder. Pero, ¿por qué es tan difícil decirle algo a una mujer que realmente te interesa? Pierdes la vergüenza si la mujer es una amiga, familia, o si simplemente no te interesa. Pero si existe una mínima posibilidad en tu interior de que haya algo por tu parte, la muralla de la vergüenza es colosalmente alta. No hay nada malo en decirle a una mujer, eres preciosa, se que yo no, no soy el hombre más apuesto del mundo, pero tengo que decirte que me pareces preciosa, se necesita por encima de todo. Da igual que esa persona tenga pareja o no. Que seas su modelo de hombre o no. Es una necesidad como el respirar. Creo que todas las personas deberíamos recibir esos regalos porque nos harían tremendamente felices.
El jueves que viene es el último día que cogeré ese tren.
Espero hablarle.
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